martes, 12 de noviembre de 2013

Cien veces mas fuerte que la morfina

¡Ya casi estoy acabando mi relato! ¡Y eso me hace muy feliz!
Debo decir que mi vida ha cambiado mucho. Muchos sentimientos y pensamientos han cambiado desde que escribí el primer post hasta ahora. Ya ha pasado un año y medio. Voy a tratar de resumir los hechos durante todo este tiempo.

Una vez que me ingresaron en la clínica del seguro, el traumatólogo de turno fue llamado de emergencia. Me tomaron rayos X, ahí mismo, en la camilla en la que estaba recostada. También me tomaron muestras de sangre. El médico de guardia me sorprendió con una jeringa bien chiquitita llena de un líquido que -según me advirtió- era cien veces más fuerte que la morfina ¡Que dulce promesa! Me inyectó en el estómago e hizo efecto de inmediato. No diré que la pierna dejó de dolerme pero al menos mi tormento fue menor y me hundí en un sopor muy parecido a la tranquilidad.
Todos fueron buenos conmigo. La enfermera de guardia me tendió tantas mantas como se lo pedí y permitió que mis parientes se quedaran conmigo más allá del tiempo prudente. Mi cuerpo entró en calor y dejé de temblar convulsivamente. Finalmente creí que mi situación empezaría a mejorar.

Llegaron mi mamá y mi hermano. Ambos traían un semblante tranquilo que hacía juego con mi somnolencia. No le habría hecho nada bien a mi ánimo que ellos entraran alborotados y haciendo aspas con las manos. Llegaron también una pareja de esposos, amigos y colegas de mi marido. Ellos si llevaban caras fúnebres. Sentí su pena tan sincera y profunda ¡Qué buenos amigos no? En mi caso, sólo saldría abruptamente de mi cama para ir a ver a muy pocos cercanos. A las doce  de la noche todos ellos volvieron a sus respectivas casas y finalmente me quedé a solas con mi tragedia.

No recuerdo bien como pasé esa primera noche. Mentiría si dijera que pasé la noche en vela. Quiero contar lo sucedido apegándome lo más posible a la verdad de los hechos. Es verdad que el tiempo y la memoria han borrado algunos detalles y han magnificado otros. Además tengo cierta vocación literaria que me impide hacer esta cronología menos dramática. Mi sueño más grande era escribir la mejor novela boliviana de todos los tiempos. Sin embargo, en este año y medio han cambiado tantas cosas en mí, que escribir ese libro digno de un nobel, ya no es tan importante. Esa noche no me detuve a pensar mucho en mis circunstancias ni a repasar lo sucedido ¿Cuál es el nombre de ese elixir maravilloso capaz de anestesiar el cuerpo y el alma?

viernes, 25 de octubre de 2013

Llegamos a Cochabamba

Nuevamente me subieron en una ambulancia. No iba sola; a mi lado estaba la madre de los niños pequeños, tenía un estado deplorable, la cara lívida y desfigurada por el dolor. Parecía semiinconsciente porque los médicos le hablaban y ella respondía con monosílabos. Querían saber el número telefónico de algún familiar suyo; ella sólo gemía. Sentí tristeza por su familia. La tragedia los estaba separando. Sus dos hijos pequeños todavía estaban en el hospital de Punata con un grave cuadro de Traumatismo Encefalocraneal; su hijo mayor... ¿quien sabe dónde? No tenía a nadie para responder por ella o para consolarla.
Me ubicaron a su lado, yo iba en una camilla de plástico, de esas rígidas que usan los rescatistas; ella iba en una camilla de ambulancia, de mayor altura que la mía. Desde mi posición sólo podía ver su espalda desnuda, ninguna persona se había dado la molestia de cubrirla bien. Quise estirar su frazada pero su frágil cuerpo amenazó con caerse. Así que envés de cubrirla, sostuve su espalda durante todo el trayecto, presintiendo que en cualquier momento se me vendría encima.

En el transcurso de ese viaje tuve la certeza de que la ambulancia volvería a chocar. No sé porqué imaginé una y otra vez un nuevo accidente. Esta vez quería estar preparada. Por eso intenté planear una forma segura de recibir el impacto. Como ya tenía una pierna rota sólo podía contar con ambas manos y mi pierna derecha. Busqué de dónde asirme y no encontré nada. A mi derecha estaba la camilla de la señora dando tumbos de un lado para el otro. A mi izquierda sólo encontré la pared desnuda de la ambulancia. En ese momento me di cuenta que el vehículo en el que íbamos era una camioneta vieja adaptada para funcionar como ambulancia. Si chocábamos, sólo podía contar con mi pierna derecha para amortiguar el porrazo ¿Resistiría? Me vi a mi misma con mis dos piernas quebradas.
La forma de conducir del chófer tampoco me inspiraba mucha confianza. Era torpe, descuidado e iba a gran velocidad. Parecía como si no le preocuparan los escollos del camino. En cada curva yo sentía como si me desgarran la pierna, la señora también se quejaba. En un momento dado le rogué al conductor que fuera con más calma. No sentí gran diferencia, aunque debo reconocer que mi juicio estaba totalmente alterado por el dolor y la impotencia.

El camino se hizo eterno, pensé que nunca llegaríamos. Los baches sucedían a las curvas y las curvas del camino sucedían a los rompemuelles. Fueron cien rompemuelles... o mil ¡Nunca terminaban! ¿Cuántos rompemuelles pueden levantarse en una ciudad? En Cochabamba se construyen de acuerdo al criterio de los vecinos ¿No existe un reglamento al respecto? Yo sabía que sí, que se habían promulgado tres ordenanzas municipales. Pero las cosas en este país funcionan así. Cada uno hace lo que quiere. Un ex compañero de trabajo decía que eso era lo lindo de Bolivia. A mi no me hacía ninguna gracia que las personas violaran la ley. Si las personas respetaran las normas, no construirían rompemuelles innecesarios y tampoco manejarían vehículos en estado de ebriedad.
Siempre he criticado a mis coterráneos y por mi descontento siempre he querido salir del país. Esta vez, tendida en esa ambulancia destartalada, el deseo de irme se convirtió en una resolución. En ese momento crítico no consideré la futura opinión de mi familia, con lágrimas ardientes, me juré a mi misma que buscaría un país en el cual vivir con mayores garantías.

Al cabo de una hora, vi desfilar las fulgurantes luces de mi ciudad natal a través del vidrio de la puerta trasera. Me sentí ligeramente aliviada. Alguien en la cabina me preguntó a qué hospital debían llevarme. Le indiqué el nombre y la dirección; pese a que era de noche y apenas había circulación vehicular, nuevamente sentí que transcurrieron demasiados minutos. Mi desesperación no conocía límites.

Me bajaron de la ambulancia y me internaron en una habitación privada. El médico de guardia del seguro al que pertenezco vino a verme. Lo conocía con anterioridad, del tiempo en que mi esposo siempre estaba enfermo de algo. Sabía que tenía buen carácter pese a que recurría con bastante frecuencia al sarcasmo. Sin embargo esa vez me trató con mucha tranquilidad y dulzura. Me prometió que iba a estar bien; confié en él por el aplomo de sus palabras. Agradecí a los cielos que me haya tocado ese médico. Empezó a revisarme sistemáticamente mientras me preguntaba si me dolía o no. Después de revisar bien mi abdomen y mi cabeza quedó satisfecho y se dirigió a la médico que estaba parada en una esquina recóndita de la habitación. Entonces recién me di cuenta que ella era una galeno del hospital de Punata.

La doctora le remitió los cuidados que hasta entonces me habían dado. Le habló sobre el accidente y el diagnóstico de los demás pasajeros. Le contó que la mujer que venía conmigo en la ambulancia estaba bastante mal. Le dijo que no obstante la gravedad de sus lesiones, el personal de emergencias del Hospital Viedma, uno de los pocos hospitales públicos de esta ciudad, se había negado a recibirla. El chofer de la ambulancia y la médico no sabían adónde llevar a la mujer.

Así son las cosas en este país.

lunes, 17 de junio de 2013

La evacuación II

Llegamos al hospital de Tiraque muy pronto. Mis amigos bajaron primero. A sabiendas de lo que me esperaba, me preparé para mi descenso. Seis varones tiraron de la manta que hacía de mi camilla improvisada. Apenas me movían, yo gritaba de dolor. Entre mis quejidos rogué a mi amiga Dori que no me abandonara, ella me dijo "tengo que irme, mi mamá se va a preocupar". En ese momento casi entendí su argumento, pero en las semanas siguientes esas palabras sellaron el fin de nuestra amistad. No era la primera vez que me dejaba a la deriva.

El hospital de Tiraque era muy pequeño y de recursos limitados. Por fuera parecía una casa corriente de una sola planta, por dentro sus paredes estaban cubiertas con cal y había manchas de humedad aquí y allá, en general daba un aspecto muy deteriorado. Si de los ocho que íbamos en nuestro coche, cinco estábamos heridos, asumo que sólo tenían disponible cuatro camillas porque a mí me recostaron en el piso de uno de los pasillos.
En el hospital todo era caos, confusión y corretear de médicos y enfermeras; también recuerdo a un hombre totalmente ebrio gritando a todo pulmón que lo atiendan ¿Sería pasajero del otro coche? Nadie me daba respuestas. Intenté llamar la atención de las persona que iban de un lado a otro pero nadie reparaba en mí; no me enfurecí, no estaba en condiciones de enfurecerme, todavía resonaba en mis oídos la voz de esa mujer diciéndome "los niños están peor que tu".
Un hombre se acercó y me preguntó que había pasado, le conté los hechos esforzándome en ser breve y clara, después le pedí que por favor me permitiera hacer una llamada muy corta desde su celular. Un par de semanas después me enteré que ese hombre tan gentil era el policía encargado de llevar a cabo las investigaciones, su benevolencia era tal, que cuando nos tocó hacer las declaraciones, fue hasta mi casa, evitándome así el dolor y la angustia de realizar un nuevo viaje.
Cuando el policía accedió, marqué el número de mi esposo, le pedí que me devolviera la llamada.  Lo escuche lloroso y asustado pero su voz me devolvió el alma. Le dije que me trasladarían al Hospital de Punata, que me esperara ahí, que de seguro necesitaría una intervención y que hiciese lo que estuviera en sus manos para ubicar a nuestro médico de confianza.
De pronto noté más movimiento y me di cuenta que me trasladarían de nuevo. Les imploré a los médicos y para médicos que me movieran con calma y aunque así lo hicieron, no sufrí menos que los anteriores traslados.
Esta vez me subieron a una ambulancia pequeña junto al hombre borracho que seguía gritando. Me negué a verle la cara. El hombre seguía alterado y alternaba entre el español y el quechua. De todas las cosas que dijo sólo entendí que no quería que lo llevaran al Hospital Viedma. Además del conductor, se subieron a la cabina un par de personas; asumí que eran familiares o conocidos suyos porque de rato en rato le contestaban.
La distancia entre el hospital de Tiraque y Punata es de 30 kilómetros. Un automóvil recorre esa distancia en aproximadamente 30 minutos a velocidad normal; en cambio a mí, el recorrido de ese tramo me pareció eterno por las cantidad de maniobras que realizó la ambulancia.
Cuando por fin sentí que avanzábamos en línea recta, me imaginé la hermosa, asfaltada y amplia avenida por la que se accede a la población de Punata. Ya sólo estaba a 50 kilómetros de mi casa.
En la puerta del hospital nos esperaba una gran comitiva. De nuevo me preparé para el descenso y finalmente vi una cara conocida entre los camilleros. Era mi esposo que trataba de dirigir a los demás, incluso increpó severamente al conductor de la ambulancia. Me pecho se inundó de ternura por él.
Me instalaron en una camilla en lo que parecía una sala de emergencia y me atendieron de inmediato. Este hospital era diez veces más grande y tenía mucho más personal. La que parecía una joven doctora cortó mi pantalón y mi blusa con unas tijeras y me quitó las zapatillas. Entretanto otros dos o tres doctores, también jóvenes, se acercaron a preguntarme que había pasado. Siempre repetía lo mismo. Pude responder casi todo excepto cuánto tiempo habíamos estado inconscientes.
Unos médicos de mayor edad se acercaron a mi camilla y me anunciaron que iban a acomodarme el hueso. Al imaginar la maniobra comencé a llorar. Debió ser un dolor indescriptible aunque no logro recordarlo.
Los médicos comenzaron a alistarme para mi traslado a Cochabamba, me colocaron una férula y me abrigaron. Mi esposo salió a buscar un cajero ya que si no pagaba, no me trasladarían. Antes de subir a la ambulancia, alguien separó la cortina que me separaba de los niños pequeños. Ellos estaban tendidos en otras camillas, parecían dormir tranquilamente excepto por las máscaras de oxígeno. Fue la última vez que los vi;  fallecieron días después por trauma encéfalo craneal.
Tiempo después mi esposo me contó que al llegar al hospital los niños miraron a los médicos con mucho desconcierto pero que no lloraron ni una sola vez.

lunes, 3 de junio de 2013

La evacuación

No esperé mucho tiempo para escuchar la sirena de una ambulancia. Apenas se detuvo, un par de hombres ayudaron al niño a pararse y lo metieron en ella. Esperé impaciente mi turno, traté de mantener mi cabeza erguida a fin de distinguir la figura de los paramédicos pero la ambulancia partió enseguida. Ante mi extrañeza, alguien me dijo al oído que debía esperar a que llegue la otra ambulancia, que en comparación mía, los niños pequeños estaban muy mal, "los huesos sueldan no más" me dijo.
La otra ambulancia nunca llegó y si llegó, mis amigos y yo no nos subimos a ella. Existen muchos detalles que he olvidado, no recuerdo el rostro de ninguno de nuestros rescatistas (me gustaría mucho agradecer sus atenciones), tampoco estoy segura respecto a que este relato respete el tiempo real en el que transcurrieron los hechos. No sé cuánto tiempo estuvimos inconscientes, ni cuánto tiempo esperamos la ambulancia. No sé cómo o quién decidió el orden de traslado de los heridos, no sé en qué trasladaron a nuestro conductor, no supe la ubicación ni el estado de las personas que ocupaban el otro automóvil. Mucho de lo que sé de esos minutos fue a través de los comentarios que realizaba el gentío. Escuché por ejemplo que el causante del choque se había dado a la fuga. Escuché que todos los presentes se hallaban en un matrimonio celebrado a menos de 100 metros del accidente, ¡qué pena por los novios!, parece que todos sus invitados salieron atropelladamente de la celebración después de oír el impacto. Creo incluso haber oído que los pasajeros del otro auto habían salido totalmente ebrios de la misma fiesta. Si esto es cierto, esa fiesta de matrimonio fue muy irónica, porque de no haberse realizado, no habría ocurrido el accidente pero tampoco nadie nos hubiera auxiliado.

Una señora se adelantó al tumulto y se acercó hasta mí, ¿sería la misma que me tendió una manta? "¿Cuál es el número de tu esposo?" me preguntó diligente. Se lo di y lo llamó desde su teléfono celular. Es una lástima que la señal telefónica haya sido demasiado débil porque la señora apenas pudo avisar a mi esposo que había sufrido un accidente. Después de esa llamada, el celular calló y mi esposo condujo 50 kilómetros completamente mortificado pensando que me había pasado lo peor.

Nuestros socorristas se las arreglaron para conseguir una camioneta lo suficientemente grande para acomodar a mis amigos y a mí en la parte posterior. No quiero detenerme mucho en los detalles de las maniobras que realizaron para subirme a la camioneta, pensar en eso todavía me pone mal, sólo puedo decir que en la vida he sentido dolor semejante. Me subieron a la primero y fui recostada a lo largo de la batea, mis amigos tuvieron que ir sentados. Cuando la camioneta partió, ninguno de nosotros dijo nada, cada uno lidiaba con la angustia de sus pensamientos en silencio, hasta que Rafael, con los ojos vidriosos y expresión incrédula preguntó: "¿Qué ha pasado?". Mi amigo Rafael es estudiante de medicina de quinto año, ha trabajado como guardia de seguridad y es un antiguo miembro scout. Yo creía que por su preparación académica y física, por su vida llena de contrariedades e incluso por su condición de varón había sido el menos afectado de los tres. Hasta ese momento lo creía incapaz de caer en la desesperación pero ahí estaba él, amnésico y con ojos de huérfano preguntando qué había pasado.

Quisiera acelerar mi relato, de aquí en adelante en mi memoria sólo existen escenas de dolor. Basta decir que me llevaron a dos hospitales antes de sentirme segura en una cama de hospital. Me subieron y bajaron muchas veces, más de las necesarias. En estos hospitales fui consciente de la pobreza de mi país, de la ineficiencia del sistema de salud, de la incompetencia de los gobiernos de turno y de la farsa del sistema democrático. Me sentí profundamente defraudada de mis compatriotas y maldije la suerte de haber nacido en Bolivia.
Creo que debo detallar lo que pasó, todos deben saber las cosas que pasan más allá de lo que transmiten en la televisión. Creo que debo denunciar y alertar con la esperanza de que otros compartan mi impotencia.

miércoles, 1 de mayo de 2013

El accidente (cuarta parte)

Sentí estallar pedazos de vidrio en la cara y me cubrí con mi chompa.
Primero evacuaron al niño de mi derecha. Un hombre lo sostuvo por las axilas, lo sacó medio cuerpo y otro hombre lo tomó por las rodillas, parecía fácil. Me incorporé del asiento y me puse de espaldas al vidrio con la intención de colaborar con mis rescatistas. Luego, pensé que sería más fácil sacar primero las piernas; me levanté, me di la vuelta y no pude. Tuve que volver a mi posición original y finalmente me sacaron.
Los dos hombres que me sacaron del automóvil, me depositaron a un lado de la carretera, donde había un cúmulo de gente alborotada y curiosa. Pidieron paso y me recostaron de espaldas sobre una manta al lado del niño recién rescatado. Ya fuera de peligro inspeccioné mi cuerpo. Mi cabeza estaba bien y no me dolía; mi cara tenía algunos raspones; mis brazos y el torso estaban bien. Cuando llegué a mis extremidades inferiores sentí que la desesperación me invadía de nuevo. Mis piernas estaban flexionadas, la derecha estaba bien pero la pierna izquierda estaba partida por la mitad y colgaba horriblemente hacia una lado. Me estremecí de horror. De manera instintiva tomé mi pierna rota con ambas manos y giré violentamente sobre mi cuerpo, de modo que mi pierna derecha le sirviera de soporte. Con los dedos tanteé la integridad de mi pantalón y busqué rastros de sangre. No encontré nada. "Al menos no es una fractura expuesta" pensé. Tras el brusco movimiento, comencé a sentir dolor y repasé mentalmente los hechos ¿En qué momento se rompió mi pierna? No había sentido ningún dolor después de recuperar la consciencia, ni siquiera cuando me incorporé varias veces para salir del vehículo.
Empezó a correr un viento frío. El niño acostado a mi lado sollozaba a ratos y preguntaba por la salud de su hermanito. Nadie le respondía. En ese silencio se presentía un mal anuncio. A veces se acercaba un hombre o una mujer a decirle que su hermanito estaba bien, que no se preocupara, que no tratara de levantarse. El niño se largó a llorar bajito y sentido. Yo también quise llorar pero no tenía ni una lágrima dentro. Mis pensamientos eran caóticos y me debatía entre el pesimismo y el saber que estaba bien, viva al menos, y que pronto vendría una ambulancia.
El dolor de mi pierna rota comenzó a agudizarse, levanté la cabeza y noté que se había formado todo un pelotón a nuestro alrededor. Algunas personas sostenían un par de linternas sobre nuestras cabezas, o tal vez era la luz de varios celulares, no lo sé; el hecho es que las personas que se encontraban a mis pies empezaron a pisarme y a patearme ambos pies haciendo que cada leve movimiento se convirtiera en un infierno. A gritos les pedí que se retiraran pero no parecían comprenderme.

Allí estaba, a 75 kilómetros de mi casa,  pidiendo a esas personas a grito pelado que no me lastimen. El niño y yo necesitábamos aire y un espacio tranquilo envés de ese apretujar de gente y de ojos mirones.
Pero en cualquier accidente es así. Pesa más el morbo que la sensatez. En cualquier latitud, en cualquier país, en cualquier cultura. Si usted está leyendo esto y alguna vez es testigo de algún accidente, por favor,  no vaya a engrosar la multitud que se congrega alrededor de los heridos. Si no conoce las técnicas apropiadas para brindar primeros auxilios, mejor tome tu teléfono y pida una ambulancia. Y si aún quiere ayudar, reúna a unas cuantas personas y forme un perímetro alrededor de los afectados. Es lo primero que aprendemos los scouts.

En eso apareció mi amiga, cargaba mi mochila y la de ella. Le conté entre gritos y súplicas que me había fracturado la pierna y le pedí que por favor me cuidara. "¿Qué quieres que haga?" me preguntó desesperada. "Ponte a mis pies, ponte a mis pies, por favor ¡Y no dejes que me pateen!" le rogué. Pese a la tenue luz pude notar la conmoción en su rostro.
Conforme los minutos pasaban, comencé a sentir frío, no el frío normal de invierno, sino un frío monstruoso, desmoralizador, atemorizante. Empecé a temblar visiblemente; una señora, la más piadosa que haya conocido, tendió un par de mantas sobre mí y el niño. Gracias a este gesto tan bondadoso, dejé los temblores, entré en calor y comencé a tener pensamientos más reconfortantes. 
Esto también es muy importante, una persona que ha sido víctima de cualquier tipo de tragedia o accidente debe mantenerse siempre abrigada, el calor reconforta y ahuyenta el frío que produce el shock emocional, ese espantoso frío de muerte.
Nuestros rescatistas habían puesto unas mantas en el piso antes de acostarnos encima ¿Cómo sabían lo que tenían que hacer? Difícil saberlo. Sólo puedo hacer conjeturas al respecto. Tal vez uno de ellos sólo lo haya intuido; tal vez otro sufrió un accidente similar y procedieron con él de la misma manera. En este país, todos los días los telenoticieros muestran accidentes de tránsito de mayor o menor gravedad, siempre causados por alguien que bebió demás... y a nadie parece importarle.

viernes, 16 de noviembre de 2012

El accidente (tercera parte)

Por fin me he decido a retomar el relato. Esta vez lo hago desde una estado en el cual me siento más segura y tranquila y después de recurrir a muchos esfuerzos y recursos para dejar atrás este accidente. Lo estoy logrando; he retomado mi práctica budista y tres veces por semana me someto a masajes terapéuticos.
Hasta hace tres semanas, mi hueso fémur no había soldado. El médico me dijo que si en dos semanas más, las dos mitades no se juntaban, entraría nuevamente a quirófano. Esas dos semanas se han vencido anteayer. Yo he decidido darme una semana más, quiero creer en los milagros.

Como decía, yo miraba el camino con creciente optimismo. Cada vez estábamos más cerca de la ciudad. Me resistía al sueño. Llegué a ver el poste del kilómetro 79 y dejé de medir el tiempo entre kilómetro y kilómetro pero seguí mirando el reloj del tablero, los minutos apenas pasaban y yo esperaba ver aparecer en cada curva las luces de la ciudad.
Las ciudad nunca apareció; envés del fulgor de sus luces, aparecieron antes nosotros dos faroles perversos, el par de faroles que partió mi vida en dos, el antes y el después. No es que crea que nunca más volveré a tener un accidente, esas cosas pasan ¿no? Sólo que nunca hasta entonces, había vivido un momento tan dramático, tan violento, en el que la vida estuvo apunto de abandonarme.


       Tomada de: http://comprarunacasa.net/?page_id=104

Estábamos a punto de ingresar a una curva poco cerrada cuando vi aparecer de la nada dos faroles viniendo directamente hacia nosotros. Por su tamaño e intensidad deduje que era un auto pequeño, como el nuestro. Lo raro es que este vehículo circulaba en el mismo carril que nosotros; empecé a inquietarme.
No dije nada, abrí bien los ojos, atenta a lo que podría ocurrir. Mis músculos se tensaron y sentí que me invadía una sensación de peligro. El chófer también se puso nervioso, lo pude sentir desde mi posición. Se enderezó sobre el volante y quiso llamar la atención del otro conductor. Tocó la bocina, primero varios pitidos cortos y luego más intensamente; el otro conductor ni se mosqueó. Entonces, cada vez más exaltado, nuestro conductor intercaló entre luces cortas y largas. No pasó nada. Al borde de la desesperación, quiso evadir el inminente choque sacando el automóvil de la autopista pero justo por ahí, el destino es un amigo traicionero, existía un pequeño muro de concreto el cual, nos enteramos mucho tiempo después, fue construido para que el ganado cruce la carretera.La tragedia era inevitable. El conductor volvió a la autopista y quienes viajábamos despiertos, nos preparamos para lo peor.
Es extraño vivir una situación así de extrema. A menudo creemos que ante el peligro de muerte, vemos pasar nuestra vida en un segundo; al menos eso es lo que nos ha hecho creer Hollywood. No me pasó. No pensé en nada ni en nadie en particular, ni siquiera me resigné a mi suerte. Asistí al accidente como una testigo incrédula, fuera de mí... pero llena de asombro.
En el último segundo, antes de caer en la obscuridad, grité.
Este grito me intriga: ¿Por qué grité? Por desesperación, claro,  pero... ¿Qué grité? ¿Dije algo en particular? ¿Invoqué a dios? ¿Desde dónde salió? ¿A qué sonaba? No recuerdo nada sobre este grito, fue mi amiga la que lo oyó y fue lo que la hizo caer en cuenta del peligro. Ni siquiera ella quiere hablar sobre esto. 
Existe otra cosa extraña en todo esto. No recuerdo el impacto, sólo recuerdo los faroles frente a nosotros. Mi cerebro se apagó una fracción de segundo antes de que los coches colisionaran y creo que esto también les pasó a los otros pasajeros. No tenemos idea de cómo chocamos o cómo saltaron  los vehículos después del impacto. Todos quedamos inconscientes.
Esta especie de apagón que vivimos, no deja de asombrarme. A lo largo de estos meses he escuchado de boca de los pasajeros o de sus familias, las profundas heridas que este incidente les ha dejado. Yo misma lo he vivido: lágrimas a toda hora; lágrimas al mes del accidente, a los tres meses y especialmente lágrimas todas las noches antes de dormir. El desánimo, los sueños arrebatados, la aversión a salir de la casa o subirse a un coche, la imagen de unos faroles furiosos que aparecen por todos lados. Y aún así, creo que todo este sufrimiento podría haber sido peor de haber vivido conscientemente el impacto. Nuestro cuerpo está diseñado maravillosamente. Los humanos somos capaces de resistir cierta cantidad de dolor y horror, más allá de este límite, nuestro cerebro se apaga automáticamente. Y creo que esto es una gran consuelo para los que quedamos vivos.


                                             Tomada de: http://www.fitnessposters.net/

No sé cuanto tiempo habremos estado inconscientes ¿Un par de minutos? ¿Media hora? Cuando abrí los ojos escuché personas alborotadas fuera del automóvil, aunque no entendía lo que decían, sabía que  trataban de rescatarnos. Llamé a mi amiga por su nombre y ella respondió diciendo que no podía respirar, le dije que se calmara y que respirara suavemente. El aire se sentía muy pesado, como si estuviera lleno de polvo, por un momento creí que nos habíamos embarrancado. Escuché a un hombre gritar "¡los de adelante están muertos!". Fue en ese momento cuando me invadió la desesperación, "si los de afuera creen que estamos muertos, nunca saldremos de aquí", pensé. Entonces golpeé el vidrio con todas mis fuerzas para que la gente de afuera nos notaran. Los otros pasajeros reaccionaron y empezaron a gemir. No existe un sonido humano tan lastimero como el de las víctimas de accidentes.  
Nuestros rescatistas forzaron la puerta trasera una y otra vez pero nunca cedió. Nos gritaron algo que no entendí bien hasta que sentí estallar uno de los vidrios en la cara. 
El aire entró a galopes.

lunes, 24 de septiembre de 2012

El accidente (segunda parte)


Bueno, ya es hora de seguir relatando el accidente, aunque mis dientes rechinen cada vez que me acuerdo. Es mejor ahora que me he despertado con determinación. Es mejor que lo cuente y lo saque de mí, antes de hundirme de nuevo en la desidia.
Después de haber conseguido transporte que nos lleve de regreso a la ciudad, nos subimos al auto toyota corolla, de color azul marino. Mis amigos me mandaron al asiento del copiloto "para que le haga conversación al chofer" pero en el fondo, ellos querían tener un poco de privacidad, quien sabe para besuquearse.
No sé si fue mi instinto, un tincazo de aquellos o pura terquedad mía pero no me fui adelante, sino atrás, a incomodar a mis amigos. El chofer también se subió, no sin antes despidirse de su joven esposa y su hijita de unos pocos años. Tomamos el camino empedrado sin mucha prisa, nosotros nos sentíamos muy cansados y aún así de rato en rato mis amigos me decían "¡Hablale, hablale!" entre dientes y apuntaban con su cabeza al conductor. Yo movía mi cabeza negativamente y volcaba mi cara hacia la ventana.
Empezamos a cabecear, cuando de pronto nos detuvimos abruptamente ante las señales que nos hacía un niñito de entre 8 y 10 años parado en media calle.
-¿Están yendo a la ciudad X?- nos preguntó.
-Sí- respondió el chofer.
-Entonces, esperénme un ratito- dijo, y se perdió entre los matorrales.
No pasó ni un minuto cuando volvió a aparecer junto a otros dos niños más pequeños y una joven mujer. Ella se acomodó en el asiento del copiloto junto a los pequeños y el niño de las señas se vino a sentar junto a mi, ocupando mi lugar en la ventana.

Retomamos la marcha. Unos veinte minutos después dejamos el camino empedrado y tomamos la carretera asfaltada. "Tres horas más y estaré en casita" pensé. Luego me abandoné a la contemplación del paisaje. Aprecié verdes planicies y cerros intercalándose; vi algunos pueblos chiquititos, con colegios pintados de blanco, y uno que otro animalito.
Pronto el día dió paso a la noche y sin darnos cuenta esos verdes paisajes se convirtieron en una negra espesura.
No había forma de saber cuán lejos de la ciudad aún nos encontrábamos. Mi impaciencia crecía. Comprobé el estado de los demás pasajeros. Además del chofer, sólo el niño y yo estábamos despiertos. Mis amigos dormían en una rara posición, como si uno estuviera encima del otro y la vez estuvieran entralazados.
Me aburría terriblemente, entonces empecé a mirar la carretera iluminada a través de los faros de nuestro coche, vi aparecer las señales de tránsito y de cuando en cuando unos postes blancos que indicaban el kilómetro en el que nos encontrábamos. Cuando advertí estas postes, estábamos en el kilómetro 95, más o menos. Así que de puro aburrida empecé a calcular los segundos que nos tomaban ir de kilómetro en kilómetro. A veces me salía cincuenta segundos, a veces noventa y cinco, nunca igual, había muchas curvas en el camino que nos impedían mantener una velocidad constante.
Debo detenerme aquí un momento, empiezo a agitarme.