miércoles, 1 de mayo de 2013

El accidente (cuarta parte)

Sentí estallar pedazos de vidrio en la cara y me cubrí con mi chompa.
Primero evacuaron al niño de mi derecha. Un hombre lo sostuvo por las axilas, lo sacó medio cuerpo y otro hombre lo tomó por las rodillas, parecía fácil. Me incorporé del asiento y me puse de espaldas al vidrio con la intención de colaborar con mis rescatistas. Luego, pensé que sería más fácil sacar primero las piernas; me levanté, me di la vuelta y no pude. Tuve que volver a mi posición original y finalmente me sacaron.
Los dos hombres que me sacaron del automóvil, me depositaron a un lado de la carretera, donde había un cúmulo de gente alborotada y curiosa. Pidieron paso y me recostaron de espaldas sobre una manta al lado del niño recién rescatado. Ya fuera de peligro inspeccioné mi cuerpo. Mi cabeza estaba bien y no me dolía; mi cara tenía algunos raspones; mis brazos y el torso estaban bien. Cuando llegué a mis extremidades inferiores sentí que la desesperación me invadía de nuevo. Mis piernas estaban flexionadas, la derecha estaba bien pero la pierna izquierda estaba partida por la mitad y colgaba horriblemente hacia una lado. Me estremecí de horror. De manera instintiva tomé mi pierna rota con ambas manos y giré violentamente sobre mi cuerpo, de modo que mi pierna derecha le sirviera de soporte. Con los dedos tanteé la integridad de mi pantalón y busqué rastros de sangre. No encontré nada. "Al menos no es una fractura expuesta" pensé. Tras el brusco movimiento, comencé a sentir dolor y repasé mentalmente los hechos ¿En qué momento se rompió mi pierna? No había sentido ningún dolor después de recuperar la consciencia, ni siquiera cuando me incorporé varias veces para salir del vehículo.
Empezó a correr un viento frío. El niño acostado a mi lado sollozaba a ratos y preguntaba por la salud de su hermanito. Nadie le respondía. En ese silencio se presentía un mal anuncio. A veces se acercaba un hombre o una mujer a decirle que su hermanito estaba bien, que no se preocupara, que no tratara de levantarse. El niño se largó a llorar bajito y sentido. Yo también quise llorar pero no tenía ni una lágrima dentro. Mis pensamientos eran caóticos y me debatía entre el pesimismo y el saber que estaba bien, viva al menos, y que pronto vendría una ambulancia.
El dolor de mi pierna rota comenzó a agudizarse, levanté la cabeza y noté que se había formado todo un pelotón a nuestro alrededor. Algunas personas sostenían un par de linternas sobre nuestras cabezas, o tal vez era la luz de varios celulares, no lo sé; el hecho es que las personas que se encontraban a mis pies empezaron a pisarme y a patearme ambos pies haciendo que cada leve movimiento se convirtiera en un infierno. A gritos les pedí que se retiraran pero no parecían comprenderme.

Allí estaba, a 75 kilómetros de mi casa,  pidiendo a esas personas a grito pelado que no me lastimen. El niño y yo necesitábamos aire y un espacio tranquilo envés de ese apretujar de gente y de ojos mirones.
Pero en cualquier accidente es así. Pesa más el morbo que la sensatez. En cualquier latitud, en cualquier país, en cualquier cultura. Si usted está leyendo esto y alguna vez es testigo de algún accidente, por favor,  no vaya a engrosar la multitud que se congrega alrededor de los heridos. Si no conoce las técnicas apropiadas para brindar primeros auxilios, mejor tome tu teléfono y pida una ambulancia. Y si aún quiere ayudar, reúna a unas cuantas personas y forme un perímetro alrededor de los afectados. Es lo primero que aprendemos los scouts.

En eso apareció mi amiga, cargaba mi mochila y la de ella. Le conté entre gritos y súplicas que me había fracturado la pierna y le pedí que por favor me cuidara. "¿Qué quieres que haga?" me preguntó desesperada. "Ponte a mis pies, ponte a mis pies, por favor ¡Y no dejes que me pateen!" le rogué. Pese a la tenue luz pude notar la conmoción en su rostro.
Conforme los minutos pasaban, comencé a sentir frío, no el frío normal de invierno, sino un frío monstruoso, desmoralizador, atemorizante. Empecé a temblar visiblemente; una señora, la más piadosa que haya conocido, tendió un par de mantas sobre mí y el niño. Gracias a este gesto tan bondadoso, dejé los temblores, entré en calor y comencé a tener pensamientos más reconfortantes. 
Esto también es muy importante, una persona que ha sido víctima de cualquier tipo de tragedia o accidente debe mantenerse siempre abrigada, el calor reconforta y ahuyenta el frío que produce el shock emocional, ese espantoso frío de muerte.
Nuestros rescatistas habían puesto unas mantas en el piso antes de acostarnos encima ¿Cómo sabían lo que tenían que hacer? Difícil saberlo. Sólo puedo hacer conjeturas al respecto. Tal vez uno de ellos sólo lo haya intuido; tal vez otro sufrió un accidente similar y procedieron con él de la misma manera. En este país, todos los días los telenoticieros muestran accidentes de tránsito de mayor o menor gravedad, siempre causados por alguien que bebió demás... y a nadie parece importarle.

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